Cómo el retrete civilizó a la humanidad
Un poco de historia acerca del baño y la higiene en la antigüedad
Las primeras prácticas de baño europeas son heredadas de Grecia. Los griegos contaban con baños públicos vinculado al gimnasio. Estos lugares contenían pequeñas bañeras, lavabos y baños de pies para mantener la higiene de los deportistas.
Los romanos adquirieron la tradición e incluso aumentaron el tamaño de los baños públicos. No obstante, para los romanos no se trataba solo de una cuestión de higiene, también era un rito de recreación para establecer relaciones sociales. Gracias a la innovación tecnológica contaban con acueductos suficientes y eficaces, además de habitaciones para el baño frío, el templado y el caliente.
Estos rituales para todo el pueblo se perdieron en la Edad Media, debido a la falta de mantenimiento de los acueductos. No obstante, el baño era una costumbre de refinamiento en Francia y en regiones de Europa hasta el siglo XVI… ¿Qué fue lo que sucedió?
La religión fue una de las razones de peso, el puritanismo veía con malos ojos la exploración personal del cuerpo y su exhibición: en los baños públicos se generaban constantemente escenas eróticas que iban en contra de la moral cristiana. En España, particularmente, la aversión a los baños se acrecentó debido a la invasión de los moros.
Los extranjeros invasores tenían costumbres higiénicas marcadas, gustaban de fuentes, piscinas y baños. Poseían una tradición que chocaba con la cristiana, por lo cual se comenzó a esparcir la creencia en la sociedad cristiana de que el baño era inmoral. No practicar esta limpieza era visto como una virtud.
Otra razón fundamental fue la investigación de los humores y la peste negra. El rey Felipe VI ordenó a la Universidad de París hacer un estudio para determinar las causas de la peste negra. Según los especialistas de la época, “el agua caliente abre los poros y permite que las miasmas, en otras palabras, aires malsanos, entren al organismo y desequilibren los humores, permitiendo la entrada de la enfermedad”. La suciedad protegía al cuerpo según este estudio, por ello, se cerraron definitivamente las casas de baños en toda Europa.
La teoría de los cuatro humores
La teoría de los cuatro humores, también conocida como teoría humoral, fue una teoría médica antigua que se originó en la antigua Grecia y se practicó durante la Edad Media y el Renacimiento. Según esta teoría, el cuerpo humano estaba compuesto por cuatro humores básicos, que eran líquidos corporales que influían en la salud y el comportamiento de una persona. Los cuatro humores eran:
1. Sangre: se creía que la sangre era producida por el corazón y que estaba asociada con la alegría y la pasión.
2. Bilis amarilla o cólera: se creía que la bilis amarilla era producida por el hígado y estaba asociada con la ira y la agresividad.
3. Bilis negra o melancolía: se creía que la bilis negra era producida por el bazo y estaba asociada con la tristeza y la depresión.
4. Flema: se creía que la flema era producida por los pulmones y estaba asociada con la calma y la serenidad.
La teoría de los cuatro humores fue ampliamente aceptada durante muchos siglos, pero hoy se considera una teoría obsoleta y sin fundamento científico.
Volviendo entonces a la higiene particularmente en occidente…
La higiene consistía entonces en mantener las ropas limpias, disimular las imperfecciones del rostro, utilizar vinagre, crema y perfumes para enmascarar el mal olor.
Estos hábitos contrastaron con la costumbre de los aztecas, por ejemplo, quienes usaban plantas especiales que producían espuma para enjabonarse y solían bañarse todos los días, lavarse las manos y la boca después de cada comida. Para los conquistadores esto fue sorprendente, que no cambiarían de hábitos hasta la época de la Ilustración, cuando eruditos como Rousseau recomiendan el aseo personal diario y tumban falsos mitos como el de los humores.
Fue entonces como este temor al agua culminó en el siglo XVII, incluso en las clases más altas de la sociedad: aunque Luis XIV no tenía problemas para nadar, sí evitaba usar demasiada agua para lavarse. En el interior de las casas nobles o burguesas existían bañeras, pero se aconsejaba no utilizarlas demasiado, y sobre todo no permanecer en ellas durante mucho tiempo. El agua se rechazaba hasta tal punto que antes de la Revolución Francesa París sólo contaba con nueve casas de baños, es decir, tres veces menos que a finales del siglo XIII.
El miedo a los miasmas se convirtió en una auténtica obsesión. Para garantizar la salud había que hacer circular el aire –igual que los filósofos y los economistas ilustrados predicaban las virtudes de la circulación de personas, bienes o ideas–. Por tanto, debían evitarse los vapores de agua y la condensación, sobre todo en los espacios cerrados.
Del mismo modo, como se consideraba que los malos olores eran indicativos de la presencia de aire viciado, una norma básica de higiene consistía en perfumar el aire. Como en el caso de las sangrías, se creía que los olores agradables limpiaban de los miasmas los órganos y la sangre. En cambio, la suciedad no suponía un riesgo para la salud; al contrario, se consideraba que servía para proteger la piel, del mismo modo que las pulgas o los piojos.
Pero no solo fue la desconfianza imperante respecto al agua. Como les comentábamos antes, la iglesia hizo lo suyo. A partir de la Contrarreforma de los siglos XVI y XVII, la Iglesia ejerció una influencia creciente no sólo sobre la moral, sino también sobre las prácticas corporales cotidianas de la población. El clero quiso proscribir los baños públicos –denominados «baños romanos»– por el peligro que suponían el contacto corporal y la desnudez. Además, incluso en un ámbito privado, se consideraba que la exploración del cuerpo era censurable, sobre todo la de las partes genitales, como le contaba un padre a su hijo antes de ir de viaje: «No toques las partes de tu cuerpo que la honestidad te prohíbe mostrar, salvo en caso de extrema necesidad, e indirectamente».
Por todas estas razones, las prácticas de higiene eran rápidas, muy selectivas y se realizaban en seco, o casi. Había que lavarse sin debilitar la piel ni exponerla a la penetración de miasmas, lo que implicaba hacer abluciones parciales. Al levantarse, los adultos y los niños se peinaban y se frotaban ciertas partes del cuerpo con paños secos, dando mayor importancia a los lugares más expuestos a la vista: las manos, la boca y la parte posterior de las orejas, así como los pies.
En la corte y en el seno de la nobleza o de la burguesía, la higiene estaba relacionada con las exigencias de la respetabilidad social. Llevar un vestido limpio era un buen indicador de la posición social que alguien ocupaba: cuanto más rico era uno, más se cambiaba de vestido.
Del mismo modo, en cuanto al cuidado corporal lo importante era la apariencia. Muy a menudo no se intentaba eliminar la suciedad, sino disimularla con productos que cubrieran las imperfecciones de la piel y la blanquearan. Por ello, estar limpio consistía en frotarse la piel con pastillas de jabón de Florencia o de Bolonia, con perfume de limón o de naranja, o lavarse la cara con vinagre perfumado.
Este último alcanzó enorme popularidad. En París, en su tienda de Saint-André-des-Arts, el famoso vinagrero Maille comercializaba al menos 92 vinagres de salud e higiene. Difundidos después de 1740, estos vinagres perfumados, en forma de lociones con flores o especias, eran vendidos por vinagreros destiladores que competían en imaginación para promocionar su «Agua imperial», su «Agua magnífica» o sus vinagres de cítricos con naranjas de Portugal.
También se aconsejaba untarse las manos con cremas de almendras dulces o de benjuí. Del mismo modo que las cremas de jazmín o de lavanda, estos productos eliminaban la suciedad de forma mecánica, pero sin agredir la piel. Cuando hacía buen tiempo, la gente se aplicaba sobre el pecho telas untadas con pomadas.
En la segunda mitad del siglo, sin embargo, se comenzó a pensar que el agua templada podía tener virtudes calmantes, y sobre todo que el agua fría permitía fortalecer los tejidos, aumentar la fluidez de la sangre e incluso disolver los tumores.
En 1762, en su obra Emilio, o de la educación, Rousseau aconsejaba bañar a los niños en agua fría para fortalecerlos: «Lavad a menudo a los niños; su suciedad muestra la necesidad de hacerlo». El año anterior, a orillas del Sena, un establecimiento de baños calientes de París había abierto sus puertas a una clientela privilegiada, con la aprobación oficial de la facultad de medicina, y su propietario, Poitevin, había sido gratificado con privilegios.
A finales de siglo (XVIII), el agua empezó a entrar en ciertos hogares, que se equiparon incluso con cuartos de baño. El baño era un lugar de descanso, incluso de vida social. No se consideraba indecente recibir a los amigos en la bañera. Pero progresivamente el aseo se privatizó y se individualizó, dando forma a nuevos momentos y espacios de intimidad.
Así, María Antonieta permitía sólo la presencia de dos criadas mientras se bañaba. Por supuesto, el baño aún se utilizó durante mucho tiempo como un método para el cuidado de la piel y tratamiento de sus enfermedades: en 1793, el periodista Marat tomaba baños eléctricos e impregnados de almendra y minerales para combatir su dermatitis cuando fue asesinado por Charlotte Corday.
Pero con el progreso del hedonismo y la lenta liberación de los tabús corporales, bañarse se asoció también con el placer. Así, las mujeres de clase alta tomaban baños perfumados con leche o frambuesa. Pero todo esto constituía una excepción: durante mucho tiempo, la mayoría de la población evitó utilizar el agua para lavarse. Habría que esperar hasta las primeras décadas del siglo XIX para que se empezara a generalizar el uso higiénico del agua.
El retrete como indicador del nivel de civilización
La historia del retrete se remonta 4.000 años. La paternidad del invento es disputada, no se sabe a ciencia cierta donde se originó, pero el sociólogo Bindeswar Pathak sostiene que India, ya tenía retretes y un complejo sistema de drenaje al menos alrededor de 2.500 AC. y menciona evidencia encontrada en el sitio arqueológico de Lothal, en el oeste de India, que muestra que los pobladores contaban con servicios de baños surtidos de agua y conectados con drenajes cubiertos de ladrillos.
Otros sostienen que la idea se originó en Creta en tiempos de la civilización Minoica, pues los hombres empezaron a vivir de una forma más sedentaria y fueron más conscientes de la necesidad de separar el lugar de vivienda, del lugar en donde acudían a hacer sus necesidades, así que idearon un sistema con cisternas alimentadas por corrientes de agua y también con palancas que se ocupaban de controlar el flujo del líquido y las bajantes, alrededor del 2.000 A.C.
También se habla de que en China, se hallaron restos de un inodoro en una tumba de un emperador de la dinastía Han, el cual se remonta entre el 206 A.C. y 24 D.C.
Pero la versión más difundida y de la que hay mayores registros que la que nos lleva a la isla de Creta, en el palacio real de Cnosos. Aquí es donde se ha encontrado vestigios de lo que podría haber sido el primer inodoro de la historia. Este inodoro tenía lo más parecido a un canal de desagüe, una cisterna y una taza.
En la Roma del siglo I d.C. ya había instalaciones que se utilizaban para hacer sus necesidades. Aunque quien inventó el inodoro utilizó un sistema de desagüe muy diferente, existió en época romana un concepto de urinarios públicos llamados columnas mingitorias.
Estas letrinas públicas dejaron de utilizarse tras el colapso del Imperio Romano, lo cual generó un clima de insalubridad que trajo consecuencias terribles. De hecho, durante siglos los orinales se vaciaron por las ventanas al grito de «¡Agua va!», lo que ayudó a propagar el tifus y toda clase de enfermedades infecciosas.
Pero no puede hablarse del retrete moderno hasta 1.597, la época del poeta John Harrington. Es muy probable que el nombre de Sir John Harrington no nos suene nada familiar. Probablemente, mucha de la información respecto a su vida tampoco no haya llegado nunca a tus oídos. Por ejemplo, que se trataba de un noble inglés que perteneció a la corte de Isabel I (1558- 1603). Tampoco que fue un maestro del arte y poeta, que tuvo la mala suerte de ser coetáneo de algunas de las leyendas de la literatura universal, como William Shakespeare. Esto explica por qué ninguna de sus obras poéticas es recordada.
Sin embargo, por un dato por el que probablemente te empieces acordar de Sir John Harrington es que fue el creador del primer inodoro contemporáneo del mundo. Este inventor creó el concepto de la taza en un lugar apartado y con un sistema de vaciado para evacuar los desechos. Uno de los primeros ejemplos de saneamiento en la historia. Este hombre del Renacimiento escribió todo en su libro La Metamorfosis de Ajax. Dicha estructura la habría diseñado por encargo de la propia reina Isabel I, su mecenas.
Lo instaló en el palacio real, pero el invento nunca llegó a difundirse porque la reina –no se sabe por qué motivo– le negó la patente para fabricar más. Puede que, como se ha argumentado, la ausencia de redes de alcantarillado o de fosas sépticas hubiera frenado el uso a gran escala del váter de Harrington, pero también puede pensarse que las clases altas habrían imitado a la reina y el invento se habría difundido.
Sin duda algunas, Harrington era un hombre del Renacimiento, adelantado a su época. Por desgracia, no consiguió librarse de las mofas de sus allegados, que consideraron que era un invento ridículo y completamente prescindible. En la época es cierto que no existían unas costumbres higiénicas y sanitarias como las que tenemos en la actualidad.
Así fue como el retrete cayó en el olvido durante más de dos siglos.
Alexander Cummings y el Water Closet
En 1775 Alexander Cummings patentó el sistema del Water Closet, mientras que en 1884 el hojalatero inglés Thomas Crapper le agregaría el sifón y utilizaría el término Water Closet por primera vez, con lo cual se definiría el WC. Se trata de una tubería en forma de «S» que conectaba el retrete con la toma de agua. Esto permitía limpiar los desechos y acabar con el olor. Por esta razón, llamamos al retrete inodoro («sin olor»).
Cummings insertó sus inodoros en muebles de madera que los ocultaban de la vista cuando no eran usados y que contenían el dispositivo que activaba el mecanismo de descarga y desagüe. Sin embargo, el sistema no era perfecto. La cisterna goteaba con frecuencia y la válvula instalada en el fondo de la taza para cerrar el sifón tendía a atascarse.
Joseph Bramah, un ebanista que había instalado varias unidades del retrete de Cummings, se fijó en los defectos de su diseño e ideó una válvula mucho más eficaz para cerrar el sifón, que se mantenía limpia gracias al flujo del agua. Bramah añadió, además, una segunda válvula para cerrar la cisterna, evitando así las filtraciones.
Las articulaciones de estas válvulas, que funcionaban mediante muelles, estaban diseñadas para permanecer siempre secas, de manera que no se bloqueasen durante el invierno, cuando el agua llegaba a congelarse. Una palanca abría ambas válvulas a la vez y el chorro de agua llegaba al fondo del inodoro a través de un orificio cubierto por una placa de metal que evitaba salpicaduras fuera de la taza. En 1778, Bramah patentó su modelo y lo comercializó con cierto éxito, pues era más fácil de manejar y más eficaz que el de Cummings. En lo sucesivo, el aparato no dejó de perfeccionarse.
Albert Giblin creó un modelo en 1819 muy similar a los actuales, sin válvula en la taza. En 1849, Thomas Twyford fabricó los primeros inodoros de cerámica. En la década de 1880, Thomas Crapper, que había adquirido la patente de Giblin, inventó el flotante, el corcho que sirve para cerrar automáticamente el flujo del agua en la cisterna.
Más trascendental fue la ley del Parlamento británico de 1848 que obligó a instalar inodoros en las nuevas viviendas, aunque pasarían décadas antes de que el water closet o «armario del agua» llegara a todas las casas.
El inodoro actual
En el siglo XX el inodoro se convirtió en un producto mucho más funcional y necesario para todo el mundo, y aunque ha mantenido su estructura y diseño general, actualmente existen cientos de opciones y en eso los japoneses se han convertido en verdaderos maestros con el desarrollo de inodoros electrónicos, repletos de funciones que van mucho más allá de integrar una cisterna y que los convierten en elementos de alta tecnología, por supuesto pueden llegar a costar miles de dólares.
Algunas de las innovaciones de los inodoros más modernos:
Calefacción
Chorros de agua templada: con temperatura y presión ajustables en ocasiones.
Secado con aire templado
Sistema de eliminación de olores: con un ventilador y un conversor catalítico.
Nebulizador automático: se activa con el acercamiento del usuario.
Control remoto para spray y otras funciones
Limpieza automática
Solución antibacteriana
Función de enema
Luz LED nocturna
Lavado masculino/femenino
Opciones para niños
Ahorro de energía
Sin embargo, a pesar de todos estos avances, 4.200 millones de personas aún no cuentan instalaciones de saneamiento básicas y 673 millones aún excretan al aire libre, en el campo, ríos, orillas o alcantarillas. Por eso el Día Mundial del Retrete, que se celebra cada 19 de noviembre, busca crear conciencia acerca de la crisis mundial de saneamiento y fomentar medidas que la resuelvan. (Culturizando)
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