¿Por qué Einstein emigró a Estados Unidos?

 




A principios de la década de 1930 Einstein se encontraba en la cumbre de su fama: le ovacionaban en los teatros cuando llegaba y ponían su nombre a puros. Todas las universidades del mundo se lo rifaban, pero ninguna lo consiguió.


A comienzos de los 1930 las universidades de Oxford, Jerusalén, París, Madrid y Leyden ofrecían a Einstein todo tipo de prebendas con tal de que aceptara ser profesor suyo. Al final, quien se llevó el gato al agua fue el recién creado Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.


Princeton, en el estado de Nueva Jersey, fue durante muchos años una tranquila aldea conocida por los norteamericanos únicamente porque durante la Guerra de la Independencia George Washington derrotó a los británicos cerca de allí. Fue fundada en 1685 por unos cuáqueros que se enamoraron de los arroyos, bosques y llanuras de aquella comarca. Con una pequeña universidad desde 1756, en octubre de 1933, y prácticamente de la noche a la mañana, la apacible vida de esta pequeña ciudad se vio trastocada al convertirse en un centro mundial de puro pensamiento.

A comienzos de los 1930 las universidades de Oxford, Jerusalén, París, Madrid y Leyden ofrecían a Einstein todo tipo de prebendas con tal de que aceptara ser profesor suyo. Al final, quien se llevó el gato al agua fue el recién creado Instituto de Estudios Avanzados de Princeton.


El Instituto de Estudios Avanzados

Oficialmente, el 30 de mayo de 1930 se creó el Instituto de Estudios Avanzados, aunque abrió sus puertas tres años más tarde. El Instituto de Princeton fue obra de los millones que obtuvieron dirigiendo una cadena de grandes almacenes Louis Bamberger y su hermana Caroline Bamberger Fuld, y del empeño y esfuerzo de Abraham Fexner, un educador que en los años 1920 había desempeñado un papel crucial en la reforma de la educación universitaria en Estados Unidos y Canadá. Aunque el verdadero padre de la criatura fue Platón, pues el Instituto de Estudios Avanzados parecía haber sido trasplantado de los bosques de Atenas a los de Norteamérica. Iba a ser una especie de centro de investigación sin estudiantes, ni profesores, ni clases. Los mejores hombres de ciencia llegarían allí para realizar sus investigaciones sin laboratorios ni instrumental de ninguna clase y sin interferencia alguna: cada cual podía investigar lo que quisiera; lo único que debería hacerse era pensar.

Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, fue director del Instituto durante 20 años, y lo definía como un hotel para intelectuales, un lugar donde los sabios podían aislarse y olvidarse durante todo el tiempo de las necesidades materiales de la vida. Dividido en cuatro especialidades, Matemáticas, Ciencias Naturales, Historia y Sociología, para ser admitido en este restringido círculo debía pasarse un proceso de selección que sólo superaban los más brillantes. Los que tenían esa suerte recibían un sueldo, un despacho y un apartamento. Desde que llegaban hasta que se marchaban, el Instituto les ofrecía desayuno y comida cinco días a la semana y cena los miércoles y los viernes. En el Instituto no había nadie que marcase ritmos de trabajo: cada cual lo hacía a la velocidad que quería y cuando terminaba su estancia no debía entregar ningún informe de lo que había hecho. Como si no hubiera hecho nada; cogía sus maletas y se iba de este paraíso intelectual en el que habían cobrado un muy buen sueldo. ¿O no se le llamaba también el Instituto de Sueldos Avanzados?

El cazatalentos

En el invierno de 1932 Abraham Fexner estaba en California a la caza de talentos. Entonces un profesor del Instituto Tecnológico de California, el famoso Caltech, le sugirió que fuese a hablar con Einstein, que casualmente estaba por allí. Einstein era el candidato perfecto. Cuando Fexner le propuso la idea de convertirse en el primer profesor del Instituto, se sintió tentado por la idea: hacer lo que quisiera y no tener que dar clases ni tener estudiantes a su cargo era algo que ninguna universidad le podía ofrecer. Al final aceptó y el 17 de octubre de 1933 Einstein, en compañía de su mujer Elsa, su secretaria Helen Dukas y su ayudante Walther Mayer, llegó a Nueva York. Como dijo el físico Paul Langevin, “es un acontecimiento tan importante como podría serlo la mudanza del Vaticano al Nuevo Mundo. El Papa de la física se ha mudado de casa y Estados Unidos se ha convertido en el centro mundial de las ciencias naturales”. Fue allí, entre los árboles que llevaban a su casa en la calle Mercer, donde se forjó ese aspecto legendario que nunca le abandonó.

Navidades trágicas

Dos años más tarde, en el otoño de 1935 los Einstein (el matrimonio y las dos hijas de Elsa, que Albert acogió como propias) se mudaron a una casa en el 112 de la calle Mercer Street, que habían comprado en agosto. En ese momento a Elsa se le hinchó un ojo, que el matrimonio interpretó como producto del nerviosismo por la mudanza. Sin embargo, eso no fue más que el primer síntoma.
En navidades Elsa tuvo que ser hospitalizada por problemas cardíacos y renales. Pero ella no quería quedarse ingresada, así que insistió en que la llevaran a casa. Y así fue, pero la urgieron a que estuviera completamente inmóvil. Allí, con un ojo totalmente cerrado y una mano temblando de forma incontrolada, escribió a su gran amiga Antonina Vallentin que Albert estaba muy preocupado por su enfermedad y no hacía más que pasear de un lado a otro de la casa como alma en pena. “Nunca pensé que me quisiera tanto. Eso me reconforta”, terminaba su carta. Toda una confesión habida cuenta de las numerosas infidelidades de su marido -los biógrafos le atribuyen una decena de amantes- que comenzaron poco después de su matrimonio, cuando Einstein se enamoró de la sobrina de un amigo y la contrató como secretaria para poder mantener el idilio. Elsa lo permitió, limitando los encuentros entre los amantes un par de veces a la semana con la promesa de que mantendrían un perfil bajo. No es de extrañar que el periodista científico Dennis Overbye, autor del libro Einstein in love, escribiera: “Si Einstein estuviera vivo me encantaría invitarle a una cerveza, aunque no tengo claro si le presentaría a mi hermana".

Claro que esa era la percepción de Elsa. Einstein nunca dejó de trabajar. Peter Bergamnn, uno de sus colaboradores, contó que mientras Elsa se estaba muriendo en la habitación de al lado, llorando tan angustiosamente que alteraba sus nervios, su marido seguía ensimismado en su trabajo. En opinión de Bergmann eso no demostraba su poder de concentración sino su deseo de escapar de esa situación: “De lo contrario, se habría sentido abrumado”.
Elsa murió el 20 de diciembre de 1936. Einstein no quiso guardar los acostumbrados siete días de luto. Con tranquilidad expresó su deseo: “enterradla”. A los pocos días regresó a su despacho en el Instituto y se dispuso a trabajar como si nada hubiese pasado. Dos semanas después de la muerte de Elsa escribió a su hijo Hans Albert: “Pero mientras pueda trabajar, ni debo ni me quejaré, porque el trabajo es lo único que da sustancia a la vida”.




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